La revolución mexicana fue un hecho histórico en el que participaron muchos personajes, caudillos y héroes, villanos y traidores, se ha escrito y hablado mucho, sobre ellos, sin embargo, no se ha rendido suficiente reconocimiento a las mujeres de la revolución, a las soldaderas, a esas mujeres enamoradas que sin ningún credo político dejaban su hogar y su familia para irse a la bola con el hombre amado, eran amantes, cocineras, enfermeras, sobre la marcha parían y seguramente sobre la marcha, bajo la lluvia de metralla tuvieron que enterrar a sus muertos; sabían disparar un Mauser, cubriendo el hueco dejado por un soldado caído, y fueron protagonistas de hazañas heroicas y de mucho valor.
Ahí estaban los trenes militares, atravesados a mitad del desierto, se veían solitarios, no había soldados abordo ni en los techos de los vagones, las jaulas de los caballos estaban vacías y es que esa mañana, todos los soldados habían echado pie a tierra y formando una larga fila emprendieron la marcha bajo un sol que ya empezaba a calentar. Junto con los soldados avanzaba el niño,… ¿qué no saben quién era el Niño? Pues el Niño era el cañón más grande del ejército constitucionalista: negro, imponente con un alcance y una precisión de tiro, que cuando los rebeldes oían que se acercaba el Niño, salían corriendo y daban por perdida la batalla. Era tan grande, tan grande y tan pesado, que lo movían montado sobre una plataforma de ferrocarril, que se estremecía y casi se salía de los rieles cuando el Niño lanzaba sus escupitajos de fuego.
Los rebeldes habían ocupado posiciones muy ventajosas en lo alto de los cerros, que formaban un estrecho cañón en el fondo del cual, corrían las paralelas del ferrocarril y la tarea del Niño era despejar el camino para que los soldados avanzaran sin peligro. En el campamento sólo habían quedado las mujeres que se metían debajo de las plataformas para protegerse del brillante sol, más tarde algunas empezaron a salir a recoger varitas y hojas secas para encender el fuego y poner a cocer los frijoles, y a preparar la masa para echar la tortillas, porque cuando los hombres regresaran seguramente vendrían cansados y con mucha hambre, ¡bueno! Eso… si regresaban.
De pronto se escucharon gritos –¡Fuego, fuego, se esta quemando el tren! Todas corrieron y lo que miraron las paralizó; los vagones repletos cargados con el parque que alimentaba al Niño estaban envueltos en llamas, y como la madera estaba muy reseca el fuego se extendía con mucha rapidez. Con ojos desorbitados se miraban unas a las otras, no sabían que hacer, ni manera de apagar aquel incendió si no había una sola gota de agua a su alrededor, de pronto una de ellas valiente y decidida propuso:
–¡Hay que sacar el parque de ahí a como de lugar! Inmediatamente todas contestaron: –¡Claro que si! ¡Vamos muchachas, nosotras podemos!
Y empezó la tarea de salvamento, las más jóvenes subieron ágilmente a los vagones y trataron de mover las cajas pero eran demasiado pesadas, sin embargo se las ingeniaban para irlas empujando hasta la puerta del vagón y ahí las recibían otras mujeres que tambaleándose y doblándoseles las rodillas se alejaban del fuego hasta que no pudiendo mas se dejaban caer y luego, a gatas o como podían las arrastraban al lugar seguro.
–¡Vamos muchachas, vamos!
Gritaban para darse ánimo. La tarea era agotadora, la peor parte la llevaban las que estaban subidas en los vagones, el humo enrojecía sus ojos y a algunas las tenían que bajar para revolcarlas en el suelo y apagar sus faldas que ya venían quemándose, las que se habían caído se levantaban y nuevamente subían, ya tenían los brazos chamuscados y las manos despellejadas pero no se detenían. De pronto se escuchó un grito de júbilo.
–¡Es la última muchachas, es la última!
Varias manos desesperadas se extendieron y recibieron la caja que ya venía quemándose, le aventaron tierra para que no explotara y así el salvamento había sido un éxito y los vagones ardieron hasta consumirse por completo.
Las mujeres extenuadas se dejaron caer en el suelo a pleno sol. Pasaron varias horas, algunas empezaron a moverse a tratar de levantarse, parecían fantasmas, se ayudaban unas a otras, se untaron manteca en sus quemaduras, y no faltó una de ellas que coquetamente se acomodó lo que quedaba de su chamuscada trenza y como si nada hubiera pasado fueron a menear la olla de los frijoles y a empezar a echar las tortillas.
Ya era más de la media noche cuando se escuchó algo a lo lejos, las mujeres de despabilaron, escucharon atentas, si, era el galopar de los caballos
–¡Son ellos!– Gritaron –¡Ya vienen, ya regresan!
Los hombres fueron recibidos con mucha alegría, venían cansados asoleados hambrientos, algunos hasta heridos, pero venían todos no habían tenido bajas, y el Niño el cañón también había sido recibido en júbilo porque gracias a su certero cañoneo los rebeldes habían abandonado sus ventajosas posiciones y las vías férreas habían quedado libres para que el ejército avanzara sin ningún peligro.
Las mujeres solícitas y cariñosas les ofrecían las cazuelitas con los frijoles humeantes y las tortillas con chile, los hombres comían vorazmente y se echaban sus buenos tragos de aguardiente pues para que no se les atorara el taco, y después en medio de sonoros eructos de satisfacción echaron sus harapos al suelo y se acostaron a dormir con las carabinas bien apretadas contra el pecho.
Y fue hasta ese momento que las mujeres pudieron descansar, y al ver a sus hombres sanos y salvos, bien comidos y durmiendo calientitos, se sintieron orgullosas, si, se sintieron muy orgullosas de lo que habían hecho, porque gracias a su esfuerzo y a su valor habían salvado el parque, el valiosísimo parque que seguiría permitiendo al Niño ganar batallas y prometer la vida de sus juanes.
- Extracto tomado del libro: Cuento con... la vida de Rosa Martha Sánchez Rodríguez.